domingo, 23 de agosto de 2009

LONDRES 38


Había pasado por aquél lugar en incontables ocaciones pero nunca había reparado en él. La calle era angosta,poco transitada y, el solo hecho de recorrerla evocaba imágenes de épocas muy remotas, de aquellos tiempos en que la acera, cubierta de adoquines, soportaba el peso de los coches tirados por una pareja de corceles blancos. Recordaba haber visto en grabados de aquél entonces cómo, las damas de la colonia,viajaban secretamente hacíendo gala de anchos faldones y sofisticados sombreros. Imaginé también al farolero de esos días, encendiendo las lámparas a parafina mientras, el sereno, llevando su farol en la mano, cantaba las horas del día, separando el descanso del amanecer y la calidez de la lluvia.


¿ Hubiese alguien imaginado entonces lo que habría de venir ?...¿ Serían aquellos muros altos y fríos, capaces de abrazar la historia y lanzarla hacia el futuro como si se tratase de un puñado de granos de cebada o de trigo ?


Los tiempos parecían haberse dormido y la historia se había enmudecido como si un sastre le hubiese cocido la boca.


En un principio no pude entender cómo, tantas veces, había pasado por allí sin darme cuenta...cómo mis oídos pudieron estar tan sordos como para no escuchar el clamor de los afligidos; cómo nadie jamás escuchó cuando aún era tiempo,...como los ojos que habitaban en la pared del frente no fueron capaces de contemplar el dolor que de noche y de día traspazaba el ancho portalón de alerce.


Allí todo era blanco, todo simbolizaba pureza, un albor radiante con el que quizás se pretendía purificar las culpas por los horrores cometidos.




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Aquella mañana de Abril había comenzado el invierno y una brisa fría penetraba los poros, como queriendo llegar hasta los huesos. Encaminé mi marcha y me dirigí a esa reunión que cada Domingo nos convocaba en el antiguo templo de San Francisco. Formaba parte de un grupo coral y, últimamente, nos reuníamos allí para cantar la misa dominical., con nuestras blancas túnicas de lino, adornadas con estolas de color verde azulado.Al frente, el conocido hotel Crown Plaza San Francisco recibía nuevos turistas con aspecto nórdico y acento inglés. Poco a poco los coristas fueron llegando y, uno a uno, se fueron integrando a la conversación que sosteníamos los más madrugadores. Afuera de la iglesia se ofrecía café y panecillos con diferente combinación de sabores y, en el portal de entrada, la infaltable florista y el puntual mendigo se presentaban también a su cita con Dios. ¡ Claro que en ellos la relación con Dios era distinta !...lo miraban desde afuera, como esperando verlo salir,en cambio nosotros íbamos a su encuentro, hasta detenernos frente al altar. Desde allí comenzabamos a escuchar las plegarias y las invocaciones de los fieles para después, encaramados en el ático, alabar su supremacía con melodiosos corales.


Antes de ingresar, una joven muchacha que no superaba los veinte años, se acercó respetuosamente a cada uno de nosotros y, junto con entregarnos unos coloridos folletos que anunciaban un evento, nos invitó a conocer lo que fuera una casa de represión y tortura durante el tiempo que duró el gobierno militar en Chile


; reconocida por quienes tuvieron la desgracia de entrar en ella, como un lugar donde el sufrimiento y el dolor de la carne se vivió con más crudeza.


Unos con otros nos miramos, intercambiamos algunos breves comentarios como para no dañarnos, porque...a pesar de que todos los que allí estábamos compartíamos el amor por la música, no participábamos absolutamente de las mismas convicciones ideológicas. Pero ahora, éramos capaces de escucharnos unos a otros y, con respeto mutuo, dialogar acerca de nuestros pensamientos, emitiendo opiniones, sin temor a ser castigados.Habíamos aprendido a tolerar a los otros y, en ellos, a vernos reflejados a nosotros mismos.


Don Luis o Luchito, como se le trataba cariñosamente, era uno de nuestros tenores con más años en el cuerpo. Había vivido su exilio en Venezuela, y no por su voluntad, si no porque se había visto enfrentado a la muerte de sus dos hermanos mayores; unos jóvenes, sindicalistas en aquél tiempo, cuya lucha había desbordado en sangre sus ideales.Los recordó...cogió el prospecto y al ver en sus páginas la foto impresa de ese lugar, calló por un instante y luego, ahogando un sollozo, susurró...¡ LONDRES 38!...Algunos guardamos silecio, sentimos conmoverse nuestros espíritus y, por un momento, llegaron a mi mente imágenes que se habían perdido en el pasado y que, como viejos recuerdos, se negaban a partir.Vi el colegio que me acogió hasta cumplir los diecisiete años y evalué mi conducta de entonces...pude ver la odiosidad que, por esos días, albergaba en nuestros corazones y el desprecio con que mirábamos al que pensaba distinto. Nos habían enseñado a mirar la verdad parados sólamente en una de las veredas , sin ver más allá, sin darnos cuenta de que el sentido de una calle podría ir hacia el frente pero siempre en ella habrían dos bordes: Uno a la derecha y otro a la izquierda del camino. Algunos construirían su casa en la vereda derecha y otros lo harían en la vereda izquierda. El sol cubriría ambos lados y no habría uno mejor que el otro...¿ Siempre sería así ?...Por alguna razón, el que estaba parado en la vereda izquierda debería atravezar a la vereda derecha, ya fuera para pararse a esperar el autobús, para comprar el periódico o para saludar a un amigo. Lo mismo haría el que habitaba en la vereda derecha cuando debiera atravezar a dejar a su hijo en un colegio ubicado en la vereda izquierda. Y así,...al fin, entendí que ambos conceptos eran complementarios, que uno no iba sin el otro y que todos nos necesitábamos porque , de una u otra forma, al haber sido creados habíamos sido colocados en medio de la acera.


En esos momentos cada uno de los presentes cogió el folleto, ya fuera por interés o por una simple curiosidad y, en el interior de las carpetas corales, los ocultos prisioneros fueron acallados por las notas y los silencios de las tantas melodías, exaltándose ahora los cantos de libertad.


Aunque había pasado mucho tiempo, el temor a la equivocación silenció una ve más nuestros labios y así, no permitiéndonos decir...¿ Acompáñame ?...fuimos entrando al templo, con un mejor motivo para la oración.




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El tiempo de la oración había cesado, ahora era tiempo de ir más allá. La inquietud me desbordaba y, por qué no decirlo, era también la curiosidad un factor que me empujaba a caminar hasta allí. Tanto se había dicho acerca de ese lugar, tantos titulares, tantos testimonios que seguían vigentes, tanta oscuridad desconocida durante tanto tiempo. Y ahora estaba allí, tan cerca de mi, como llamándome, como queriendo abrirse desvergonzadamente, dando alaridos de socorro y gritando...¿ Aquí estoy ?...he sobrevivido. Entonces caminé,...sola, como no queriendo llevar testigos al encuentro,...quizás sí, hasta queriendo ser delatada por tanto atrevimiento. Al principio no encontraba nada, porque tanto recuerdo parecía haber desgarrado la historia. Era increíble ver cómo el número que la identificaba había sido cambiado para confundir y desviar la atención de muchos. Ahora era LONDRES 40,...el 38 había desaparecido con un pincelada de olvido, como queriendo decir que nunca existió, como queriendo plantear el nacimiento de una nueva leyenda. Pero nada de eso habían conseguido. Ahora eran tantos los que estaban allí que ya no podían acallarlos. Sus puertas se habían abierto; era como un despertar,...el día en que las grandes alamedas y los espacios históricos de Chile recibían al pueblo, abriéndose a la ciudadanía, a aquellos que, día a día, se sumergían en el cemento de estas calles, aturdidos por la vorágine de sus vidas, siendo incapaces de ver y escuchar al rugiente torbellino que los había aturdido.




En la puerta el saludo era contenido y cohibido a la vez.Por momentos susurrantes, como asistiendo a un funeral. Es que en realidad lo era. Asistíamos a un funeral histórico aunque los cuerpos no estaban presentes.Adentro sólo había espacios vacíos, amplitud de espacios que hacían pensar y confundían la mente. En ese instante era imposible permitirse pensar, porque cada pared, cada escala, cada pasadizo estrecho traía a la mente evocaciones de dolor, de sufrimiento, de flagelación, y todos los que allí estaban sentían lo miosmo. No era necesario ni siquiera preguntárselos , porque la expresión del dolor era visible en sus cuerpos.


Había un salón en la entrada principal donde destacaba un gran chimenea. Tan amplia era que perfectamente podía haber cabido en ella un cuerpo maniatado. Y allí, nuevamente, esa imagen me produjo estremecimiento. Avancé , como avanzaban todos, y descendí por una angosta escalinata hasta dar con unos pasillos subterráneos, oscuros y húmedos, donde también podía sentirse el abandono y la humillación de los cuerpos desnudos y ensangrentados. Entonces comprendí por qué nadie había escuchado los gritos desgarradores,...y las risas burlonas de los jeques. Ya no soportaba estar allí, ese lugar mantenía una carga de maldad y una relación con la muerte que se negaba a partir y, ahora, cuando cada lugar, cuando cada rincón se abría a la vida, los muertos parecían resurgir agonizantes, aclamando piedad. Se aferraban a nosotros, como queriendo aferrarse a la vida, como aspirando a la posibilidad de continuar,...como queriendo volver a existir.


Televisores en varias de sus habitaciones mostraban videos con fotos y datos personales de cada uno de los caídos. Había de todas las edades, hombres y mujeres de las más variadas condiciones sociales. Los nombres se agolpaban , unos tras otros, interminablemente, y muchos de los asistentes se mantenían allí, de pie frente a ellos...como rindiendo culto a su dolor...¡Yo también me detuve !,...y como ellos también me estremecí. Luego inicié el ascenso por una angosta escalera de caracol donde no era posible que dos personas se cruzaran. El que subía debía hacer un gran esfuerzo,como pegándose a la pared, para dejar pasar al que bajaba y los pies había que ubicarlos precisamente sobre cada escalón para evitar una caída. Llegué al tercer piso, a aquél que parecía comunicar con el infinito, con el azul profundo que sólo se podía apreciar al asomarse al balcón por el ancho ventanal que permanecía abierto. Este era un lugar refrescante, un espacio donde era posible aclarar las ideas, una pequeña luz que nos abría al mundo y nos volvía a enlazar con una razón._¿ Cuál razón podría ser aquella ?-me dije-...y allí me detuve.Por un instante pensé en escapar de allí. Ya no necesitaba ver más para saber lo que allí había pasado. La voz de una mujer me obligó a detenerme. Su nombre no lo recuerdo, pero qué importa...¿ Para qué recordar nombres si entre tantas víctimas su nombre era sólo un recuerdo ?


Eran muchos los que estaban allí a su alrrededor, y en las bocas de los asistentes las palabrs parecían haberse olvidado.Sólo la vibración de su voz pausada y conciliadora golpeaba palpitante nuestro oído.


La narración de su dolor parecía estar allí agonizante, con el olor de carne quemada, con la sensación de las agujas penetrando en sus uñas, con las cadenas atadas a sus pies y con las manos atadas a cada extremo de " LA PARRILLA " y, allí, frente a nosotros los cables eléctricos aún conectados, como queriendo revivir aquél pasado. Parecíamos escuchar los silentes alaridos,...aquellos gritos de auxilio sofocados por una boca clausurada, aquél palpitar agonizante de un corazón que se resistía a morir. Y luego humedad;...mangueras desbordando chorros de agua sobre las heridas sangrantes, para luego volver a empezar.


Los rostros de los presentes parecían retorcerse con el horror que les provocaba aquél relato pero, lejos de sorprenderse, aquello los llenaba de espanto. Cuando por fin los labios de la mujer guardaron silencio una muchacha se acercó a ella, besó sus mejillas y la abrazó largamente. Entonces,...una vez más la mujer habló. Ahora fue breve y sus palabras no reflejaban rencor.Sólo dijo _ " ¡ No quiero que sientas pena por mi !,... Valoricen mi experiencia y aprendan de mi dolor para que aquello nunca más vuelva a ocurrir.